jueves, 3 de julio de 2014

Descubriendo Corea (II) – Noche en Shinchon


El humo del cigarrillo se alejaba ondeante mezclándose con los últimos rayos del sol de la tarde. La oscuridad era ya acuciante, pero el alumbrado era tan escaso que solo dejaba ver una penumbra únicamente rota por algún que otro letrero luminoso en lo alto. La poca visibilidad no daba más lugar que a dejarme llevar por el resto de mis sentidos. Mientras caminaba, muy lentamente, hacia la estación de metro de Shinchon —donde había quedado casi una hora más tarde—, dejé seducirme por los variopintos olores de aquellas calles. No me atrevería a decir que fueran olores agradables, aromas o perfumes; eran una mezcla de olor a picante y humedad que, sin embargo, me atraían de una manera especial, pues era el olor de lo desconocido, un olor nuevo que sugería aventura, vida, y vida es precisamente lo que Seúl desprende por cada rincón, una vitalidad frenética, incansable, ruidosa, que me esperaba nada más doblar la esquina.



Salí de unos callejones oscuros y empinados para chocarme de golpe con una explosión de destellos y sonidos y, sobretodo, de gente.  Aquel inmenso contraste entre las calles solitarias y sin luz de antes y aquel baturrillo de movimiento y estímulos me dejó trastocado por unos segundos. Lo más parecido que había visto a eso en mi vida era quizás el Times Square o el cruce de Shibuya, pero sólo lo había visto en fotos o por la televisión, en cambio esto era en vivo, y nadie me había avisado de ello, y no era ni una plaza ni un cruce, era todo un entramado de calles que parecía no tener fin. «Increíble», pensé. Y como si despertara de un shock, el barullo de la gente, envuelto grácilmente por una canción que me resultaba increíblemente familiar se acercaba poco a poco a mis oídos, como la onda de una explosión. Se trataba de “Sunset Glow” de Big Bang. Ahh, ahh, ahh, ah ah ah, ahh ahh… Cuántas veces había escuchado esa cantinela en mi mp3 antes de venir a Corea, imaginándome mi viaje, imaginándome a mí mismo descubriendo este país. Pero ya estaba aquí. Algo que en un momento me había parecido impensable, viajar tan lejos, solo, casi sin saber el idioma… Na neo reul sarang hae.. I love you girl!  ¡No venía de ningún mp3, venía de las mismísimas calles!. Ahora PSY se ha hecho famoso por todo el mundo gracias a Gangnam Style, pero en aquel entonces, escuchar una canción coreana en plena calle sólo podía indicar que estabas en Corea.






Esa canción, y otras tantas que le siguieron, provenían de los diversos establecimientos que se encontraban a lo largo de la calle. Frente a muchas de estas tiendas podían verse alegres muchachas recitando las bondades de diversos productos cosméticos o de otra índole mientras te invitaban a entrar. Tiendas de cosméticos, de ropa, bares, pubs, restaurantes, gente entrando y saliendo de todas partes, conversando, riendo, yo en medio, ellos casi chocándose conmigo. Necesitaba tomar aire, sentir que estaba en este planeta. Quise mirar hacia el cielo, ver alguna estrella, pero los letreros luminosos, que se habían multiplicado por cientos, me lo impidieron. La luna era una mera intrusa entre toda aquella luminosidad. Los letreros estaban por todos lados, no había uno por cada edificio, ni uno por cada local en planta calle, no, cada planta tenía dos o tres locales con su letrero, desde el primer hasta el último piso. Los ojos se me iban hacia todas partes, intentaba descubrir el significado de cada cartel y me llevaba una gran alegría cada vez que encontraba alguna palabra que me había aprendido. PC bang significa ciber-café,siktang restaurante, norebang karaoke, dangu billares, coffee shop cafetería… ¡Todo eso en un pequeño y estrecho edificio! Cada planta ocupada por un negocio distinto (y a veces dos), todos abiertos ya bien entrada la noche. Inevitablemente pensé que por qué no había algo así, ya no en España, sino en Europa en general; fomentaría el empleo y el consumo y por tanto la economía, ¿pero qué habría que pagar por ello? ¿un relajamiento de las leyes con respecto a los horarios de trabajo? ¿eso sería un paso atrás en los derechos laborales por los que nuestras generaciones predecesoras tanto lucharon en occidente? Una economía próspera es indispensable para el bienestar general, pero en Corea trabajan demasiadas horas… Así me quedé pensando durante un buen rato, sin encontrar la solución. Pregunté la hora, ya casi iba a llegar tarde. Pregunté dónde estaba la estación de metro, y allí que fui.
Estación de Shinchon, salida número cuatro, en frente del McDonnald’s. Un punto de encuentro que iba a utilizar en muchas más ocasiones a lo largo de mi estancia. En aquel mismo lugar mucha otra gente, al igual que yo, esperaba a otra gente. Había rostros más bonitos, rostros más feos, pero todos eran rostros asiáticos, muy parecidos entre sí para un inexperto en la habilidad de distinguir rostros asiáticos como yo era entonces. Pero un rostro destacó entre todos los demás, pues era conocido, aunque sólo por foto (de Facebook). Una amiga de chat se había convertido en una persona de carne y hueso. «¿Eres Yumi verdad?», pregunté yo en inglés con mi carismático acento español (muy depurado hoy en día, no os creáis). «¡Sí, sí! ¿Álex? jaja, que raro verse en persona», respondió ella con un extraño acento francés para ser coreana (posteriormente me dijo que su carrera había sido literatura francesa). Yo ya formaba parte de todo aquello, era ya una más de todas las personas que reían, caminaban y conversaban. Ya no estaba solo como un extraño intruso, ya formaba parte, ya no era un mero observador sino un participante, un participante con hambre.
«Vamos a comer algo, ¿no?». «Vale… ¿quieres probar la barbacoa coreana?» Yo en aquel entonces no había escuchado nunca hablar sobre ella, pero las barbacoas coreanas son algo que me han tenido cautivado hasta el día de hoy. Son un invento magnífico tanto desde un punto de vista gastronómico como social, y otro negocio más de los que hay en Corea que me pregunto porque c#!* no se ha implantado en Europa.
Nada más pasar el umbral de la puerta nos dio la bienvenida una humareda —de tabaco y de fogones— que apenas dejaba entrever la multitud vociferante que nos iba a acompañar las próximas horas. Nos sentamos a la mesa y pronto me llamó la atención que en el centro de la misma había una especie de cocinilla con un extractor de humo encima para que tú mismo te cocinaras la carne. Eso era la famosa barbacoa. En el menú había distintos tipos de carne; de cerdo, de ternera, panceta, costillas, chuletas. Mi amiga me recomendó que cogiéramos panceta de cerdo, llamada en coreano samkyeobsal; una palabra que se me quedó desde aquel momento grabada a fuego y que repetiría después en numerosas ocasiones cada vez que algún coreano me preguntaba qué comida coreana era mi favorita (pregunta que no sé por qué razón le hacen a uno muy a menudo en este país). La camarera nos trajo dos jarras de cerveza que habíamos pedido y un gran plato con hojas de lechuga, otro con kimchi, dos sopas de tofu calientes, varios platos con diferentes salsas y una botella de agua que NO habíamos pedido. Yo, alarmado, me dirigí rápidamente a mi amiga: «¡Oye que todo esto no lo hemos pedido!». «Tranquilo, esservice». O sea, que era gratis. ¡No nos cobraban por todos aquellos platos extras ni por el agua! (y así iba a ser en todos y cada uno de los restaurantes que hay en Corea), ¡otra cosa más que tendría que importarse a Europa!
Y al cabo de un rato llegó la panceta, cortada en tiras, obviamente cruda, porque nosotros la teníamos que cocinar en aquel fogón que había en medio de la mesa, poco a poco, disfrutando del proceso, del tentador olor de la carne haciéndose, del crispear del aceite desprendiéndose, del cambio al color tostado, de los tragos de cerveza para apaciguar la espera y, por fin, de ese primer bocado de carne, untado cuidadosamente en salsa y en un poco de sal; el primer mordisco de algo que te has cocinado tu mismo, la recompensa por una paciente espera.

Entre los tragos de cerveza, preparar la carne, los “cigarrillos de descanso“ y las conversaciones con mi amiga el tiempo pasaba tan deprisa como tan despacio llegaba el sentimiento de llenura, un sentimiento que al final, francamente, acabamos ignorando. Cada burbuja de la última cerveza penetró tan hondo en mi cerebro que lo dejó aturdido hasta el punto que, de un momento a otro, estallé en una carcajada. Estaba en un país a miles de kilómetros del mío, en un restaurante comiendo una carne que te cocinas tu mismo, llamada samkyeobsal, bebiendo cerveza con una chica que veía por primera vez en persona, hablando en un inglés amorfo (por consideración, para que ella me pudiera entender) y escuchando a mi alrededor un idioma que yo todavía no podía hablar. Era un poco surrealista, pero era real. Mi amiga me preguntó que de qué me reía, yo le contesté que de la situación, pero ella no pareció entenderlo. Mi risa se acabó apagando y la suya no acabó de encenderse, pero de todas formas, lo habíamos pasado bien. Era hora de ir a casa y soñar con lo vivido.

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