jueves, 10 de julio de 2014

Descubriendo Corea (III) – Ewha, cafés y karaokes


Me despertó la alarma del móvil de prepago que me compré el dia que llegué a Corea. Vi que tenía un mensaje de mi amiga Yumi. Ponte mascarilla. Aquellos días decían que venía una tormenta de arena de China. Cuando salí a la calle comprobé que, efectivamente, había mucha gente con mascarilla, una escena que nunca había visto en Europa. No fueron pocos los ajoshisque me intentaron vender alguna y tengo que confesar que compré una para hacer el paripé, pero tras estar cinco minutos con ella puesta decidí guardarla como un mero recuerdo y no utilizarla más, pues la verdad es que no creía que esa arena pudiera afectar mi aparato respiratorio. La mascarilla era, de hecho, lo que no me dejaba respirar.
Aquella mañana tenía que ir a la Universidad de Ewha para inscribirme en un curso de coreano de tres meses de duración, pues la verdadera razón de mi viaje no era simple turismo sino adquirir una base de coreano.
Dicha universidad se sitúa en una especie de colina, por lo que para llegar hasta ella hay que ascender por unas calles empinadas que, a esas horas de la mañana, se encontraban bastante vacías, en silencio. El cielo nublado y una especie de neblina fina —sería la arena—, envolvían místicamente ese extraño silencio que poco a poco comenzó a romperse por un lejano sonido.Tac, tac, tac, tac, tac
Subí por aquellas calles estrechas y empinadas aderezadas por las verjas bajadas de tiendas cerradas y la ausencia de gente; me dejé llevar por aquel tac tac y lo acompañé con el sonido de mis jadeos producidos por el cansancio de subir esas cuestas. Tac, tac, tac… Cada vez se oía más fuerte. Los estrechos callejones se abrieron en una amplia calle, a la orquesta de esos chasquidos y a mi aliento se unió el rugir de los coches y el piar de algún tímido pájaro. Los rayos del sol penetraban inclementes la neblina de arena y nubes. Olía a mañana. Aquel ruido peculiar no desaparecía, marcaba el compás de aquella melodía metropolitana y matinal. Los edificios de tiendas, restaurantes, gente despistada con el sueño pegado a la cara, eran el preámbulo a una gran puerta que rompía de un plumazo el gris del asfalto y del humo de los coches, pues tras ella solo había un gran jardín y un camino recto que llevaba hacia un majestuoso edificio de apariencia europea —o norteamericana.
Antes que yo, pasaron por esa puerta decenas de esbeltas mujeres vestidas con elegantes faldas y blusas. Caminaban con un ritmo bastante acelerado pero uniforme, como dando saltitos, apresuradas, marcando, ahora con fuerza, ese ritmo matutino, con sus tacones. Cientos de tacones chocando contra el suelo, uno detrás de otro, como un tambor que anunciaba el comienzo de las clases en aquella universidad para mujeres.
Tac tac tac tac…



El campus de Ewha es como un pulmón verde en la ciudad. De hecho, podría decir que cada campus universitario en Corea del Sur lo es. Un campus universitario es sinónimo de verde, de árboles, de colinas, gente joven y aire fresco. Pero quizás el campus de Ewha es algo especial, está constituido de tal manera que combina a la perfección clasicismo con modernidad y lo asiático con lo occidental y esto, aunque suene tópico, es bastante llamativo, y más aún si todo ello está envuelto de una naturaleza escondida a modo de oasis en medio de una gran ciudad. El hecho que eligiera esta universidad para estudiar coreano (en las clases de coreano para extranjeros aceptan a hombres también), sólo fue porque me hablaron muy bien de la belleza de su campus (y también de sus mujeres, para que negarlo). Y no me defraudó, ni lo uno ni lo otro.
Tras hacer las gestiones para matricularme en el curso, decidí salir otra vez a las calles y tomarme un café recompensa, mi primer café en Corea del Sur, un hecho muy importante para un toma-cafés como yo. Entré a una cafetería llamada Ediya. Un café con leche (llamado aquí cafe latte) por 2500 wones (alrededor de euro y medio), no estaba mal, ¡pero me lo dieron en un cartón! «¡Estoy en el café Ediya, no en Starbucks!», pensé para mis adentros. Días después me di cuenta de que la mayoría de cafeterías en Corea del Sur son tipo Starbucks, con su gran vaso de cartón —cosa que al fin y al cabo tampoco está tan mal, porque te lo puedes llevar a todas partes—, pero que en aquel momento hirió mis sentimientos de toma-cafés refinado. Un buen café —ya sea con leche o solo, cortado, descafeinado o con sacarina—, se tiene que tomar en su taza de porcelana y tienes que poder sentirte todo un señor agarrando el asa con el dedo pulgar e índice mientras estiras el dedo meñique y pones cara de satisfacción, no en un envoltorio de cartón que te quema los dedos, porque esa es otra, tienen la manía de poner el café ardiendo y la leche ardiendo también, por lo que hay que esperar un buen rato hasta que el café es bebible (una manía adquirida, supongo, de la propia cocina coreana, en donde la mayoría de los platos te los sirven ardiendo y, muchos de ellos, incluso, en un plato de cerámica para que se mantenga el calor hasta el fin de los tiempos, y todo esto también en pleno verano a más de 30 grados a la sombra). Pero en Corea no valoran el tacto de una taza de café, prefieren los nombres rimbonbantes (caramel macchiato, mocha, capuccino, americano, etc) y la portabilidad omnisciente, aunque la mayoría de las veces te tomes el café en el sitio. Tengo que decir, eso sí, que en algunas cafeterías te dan la opción a beber el café en taza, pero en tres años que llevo viviendo aquí todavía no he visto una taza tamaño español, son tazones gigantes, capaces de albergar los grandes tamaños cafeteros estilo Estados Unidos porque, seamos francos, el café, hasta hace nada, era un elemento foráneo en este país; fue implantado en Corea finalmente, como tantas otras cosas, gracias a la influencia norteamericana, y en los Estados Unidos, por desgracia, no se estilan las tazas pequeñas de porcelana. Un par de churros para acompañar el café ya hubiera sido demasiado pedir, pero la verdad es que también los eché de menos en aquel momento.
Al día siguiente quedé con Garam, una vieja amiga que había conocido ya en España. Me había citado en un barrio por ahí perdido cuyo nombre no recuerdo, pues allí se encontraba su antiguo instituto y era donde ella había quedado, a su vez, con ex compañeros de clase. Fui a la estación de metro, cogí un plano, miré el nombre de la estación a donde tenía que ir, y tras varios cambios de línea llegué a mi destino. Subí las escaleras y allí me esperaba mi amiga, con cara de preocupación. «Pensaba que no ibas a saber venir», me dijo. ¡Ni que nunca hubiera cogido un metro! Fuimos andando hacia un restaurante en donde le esperaban sus ex compañeros de clase pero, a mitad del camino, algo detuvo de pronto mis pasos.
Por unos segundos sentí algo de miedo y me acordé de Corea del Norte, de Kim Jeong Il (todavía vivo entonces) y de la madre que lo parió. El sonido de unas ensordecedoras sirenas de alarma se apoderó de toda la ciudad, como si fueran a caer bombas o avisaran de un toque de queda, un sonido que antes sólo había escuchado en películas bélicas. Pero el temor pronto se convirtió en asombro cuando vi que toda la gente que había a mi alrededor (que no era poca) parecía no escuchar nada; seguían caminando, hablando… vamos, como si no oyeran ninguna sirena de guerra. «¿Pero qué ocurre?», le pregunté rápidamente a mi amiga. «Nada, son simulacros», me contestó totalmente despreocupada. «Bueno, pues será eso», pensé yo, pero un poso de intranquilidad, por pensar que ciertamente en cualquier momento los vecinos del norte podían volverse locos y atacar, se quedó en mí durante varios minutos. Pronto las sirenas se detuvieron, pero al rato, cuando ya nos acercábamos al restaurante, como una evocación poética, decenas de jóvenes vestidos de uniforme militar invadieron poco a poco la calle y se alejaron tan pronto como aparecieron. Tan sólo eran chicos haciendo la mili que salían de permiso.

En el restaurante, como estaba previsto, nos esperaban los amigos de Garam. Me recibieron con exagerados halagos y sonrisas, y uno de los chicos me dijo lo handsome que era. Esa fue la primera vez de tantas otras que un chico coreano me llamaba guapo. No es que sean homosexuales, simplemente es un cumplido sin ninguna connotación sexual, pero aún así, todavía a día de hoy, me sigue sorprendiendo. Dije cuatro palabras mal pronunciadas en coreano, «¡Qué bien hablas coreano!», fue su respuesta. Comí el plato de fideos que me sirvieron, diestramente, con los palillos. «¡Que bien coges los palillos, pareces coreano!», fue su reacción. La verdad que no me podía quejar, eran todo alabanzas, supongo que querían hacerme sentir bien, o quizás estuvieran asombrados de verdad por ser el primer extranjero con el que tenían contacto directo. Creo que me decantaré por lo segundo.
Tras terminar de comer fuimos a un norebang (karaoke), que no es un sitio cutre en el que hay que pedir turno para poder cantar delante de un montón de desconocidos. En Corea, los karaokes son habitaciones privadas que alquilas por horas en las que entras tú sólo con la gente que quieres y puedes hacer chorradas o cantar mal sin que te de excesiva vergüenza. Pero tanto mi amiga Garam como el resto de sus amigos (unas cinco personas), cantaban sorprendentemente bien, las chicas con unas voces angelicales, los chicos con un amplio rango tonal. Cantaron baladas, canciones más alegres e incluso rap, y bordaron todas las canciones. A los coreanos les encanta cantar (sobre todo baladas pasteleras), de ahí el gran éxito de los karaokes y actualmente de los programas de auditions (concursos en los que la gente va a cantar y van pasando por fases, tipo factor x), emitidos en todos los canales de televisión y a todas horas. ¡Uno de los chicos cantó tan bién que otro chico puso le puso la mano encima del muslo! Pero, repito, ¡no son gays! En Corea simplemente es normal mostrar cariño entre el mismo sexo con un poco de contacto físico (pero sin pasarse, eh). Yo en toda mi vida sólo había ido dos veces a un karaoke; una fue un karaoke bar en España en el que tuve que esperar dos horas para cantar una mísera canción, y en donde casi todo el mundo cantaba mal, la otra vez fue en un ferry que iba de Tallinn a Helsinki y estaba lleno de rusos borrachos que no se enteraban ni de que canciones cantaban ellos ni de las que cantaban el resto; así que no había tenido muchas oportunidades en la vida de practicar mis habilidades de canto y me vi en una encrucijada. Pero al final creo que salí del paso con I’m a Creep de Radiohead, la única canción que no sé por qué extraña razón canto medianamente bien. Igual es porque le pongo mucho sentimiento. El caso es que hasta me llevé varios aplausos de mis nuevos amigos (¿eran sólo para complacerme?). Me fumé un cigarro y al echar la ceniza en el cenicero me di cuenta del gran apaño que los coreanos habían inventado para los ceniceros. Tenía una servilleta húmeda y una especie de agua aromatizada, para que la ceniza no se quede ahí quemando o para que cuando tengas que apagar el cigarro no tengas que apretarlo contra el cenicero como si estuvieras cabreado. Solo basta con tirarlo ahí y que el propio agua lo apague. Mira que es un invento sencillo pero, me pregunto otra vez, ¿cómo es que no se ha exportado al resto del mundo? Definitivamente hay mucho que aprender de los coreanos.
Salimos del karaoke y me despedí de Garam y sus simpáticos amigos y me dirigí hacia la estación de metro, alegre porque me lo había pasado bien. Delante de mí, en plena calle, pasaron de repente dos adorables ovejas lanudas y corriendo detrás de ellas una chica sonriente. Y yo, con ese regalo surrealista, me metí, entre alegre e incrédulo, en la boca del metro que me devolvería a casa.
Continuará.

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