Aunque había estado estudiando el idioma coreano ya durante algunos años, mi primer contacto real con el país, la primera visita, fue hace cuatro años en 2009. Vine como turista y estuve viviendo en el país durante tres meses. Puedo decir que esos tres meses cambiaron mi vida e hicieron que me enamorara de este país. Es por ello que guardo el recuerdo de aquellos primeros tres meses en Corea con mucho cariño. Pese a ello, nunca había escrito sobre esta época ni compartido esa experiencia tan trascendente para mí, así que, aunque algo tarde, he decidido compartirla ahora, eso sí, con la lejanía y neblina que da el paso del tiempo.
Tras un largo viaje desde Madrid, llegué al aeropuerto de Incheon. Me impresionó la modernidad, amplitud y limpieza visible en todas aquellas instalaciones. Nada más salir del avión y pasar por el control de aduanas, me encontré esperando un tren que te llevaba en minutos a la terminal principal de donde salen todos los autobuses y trenes que van hacia Seúl. Una vez allí, me vi un poco perdido, miles de carteles hacia todas las direcciones, mis maletas pesadas, un montón de gente yendo y viniendo, yo en medio de todo aquello, confuso, sin saber a dónde tenía que ir exactamente. Todavía no sentía que estaba ya en Corea, aquello simplemente era un aeropuerto más, un lugar meramente internacional fruto de la actual globalización.
Con mis precarias nociones de coreano de aquel entonces, ayudado también del inglés, conseguí preguntar y averiguar dónde estaba la salida de todo aquel conglomerado. Ahora tenía que comprar el billete del autobús que me llevara al barrio donde se encontraba mi alojamiento. Mientras que aturdido en ese caos de líneas y recorridos intentaba descubrir qué autobús debía coger, preocupado de que nadie me robara mis maletas (ingenuo de mí, como buen español, no podía creer que existieran en este mundo países en donde los robos son anecdóticos), un señor de mediana edad, denominados en Corea del Sur, ajoshis (palabra que usaré probablemente a lo largo de este texto), vino hacia mí y con un inglés macarrónico me preguntó dónde vivía. Hey, where live? En un primer momento pensé que era algún oficial de inmigración que debía tomar mis datos. Yo, confiado de mí, rápidamente le mostré la dirección del lugar en donde me iba a hospedar, que tenía apuntada en un papelillo. La expresión de aquel hombre se tornó sonrisa. Ohh, I help, I help. Acto seguido cogió mi maleta, sin borrar esa amplia sonrisa de la cara. Ahí fue cuando me di cuenta de todo. Era un taxista que seguramente me quería sobre-cobrar, como extranjero-turista inexperto que yo era, por llevarme a donde tenía que ir. En aquel momento, consciente de que probablemente me quería timar, pero, por otro lado, consciente también de la comodidad que suponía ir en taxi sin preocuparme por que autobús coger (cosa que todavía no sabía), y por cuánta distancia tendría que caminar con mis maletas a cuestas, decidí que al fin y al cabo no era una mala opción dejarme llevar por él. Le pregunté cuánto me podía costar aquel viaje, me dijo que unos 80.000 wones (60 euros), y yo le dije que me fiaba de él pero que no tenía más de 100.000 wones para pagarle. El no me dijo ni que bien ni que mal, simplemente soltó una risa cómplice, pero supongo que eso me bastó.
Recuerdo que durante aquel viaje en taxi comencé a notar que sí, que ya estaba en Corea. Aquella amplia sonrisa que había visto antes en la cara del
ajoshi, se había trasladado ahora a la mía. Más que los edificios o escenas que rodeaban la carretera, lo que me llamó verdaderamente la atención fueron los coches. La inmensa mayoría de color plata, blanco o negro, con una especie de retrovisor en la parte de atrás, una especie de tacos de color azul en las puertas para evitar rayaduras a la hora de aparcar y unas matrículas cuadradas y de color verde (en el año 2009 la mayoría de las matrículas eran así, pero a día de hoy las han ido cambiando por matrículas blancas alargadas estilo europeo). Esa imagen sí que era diferente, no había visto algo parecido en ningún otro país.
Lo primero que quería hacer tras bajarme del taxi era dejar mis maletas y descansar un poco, tras casi veinticuatro horas de viaje desde que salí de Zaragoza hasta que llegué allí, era, sin duda, lo que más necesitaba.
El lugar de mi hospedaje era un hasukjib. Un hasukjib es una casa regentada por una ajumma (la versión femenina de los ajoshis) o por una familia. Esa ajumma o familia vive también allí y normalmente prepara el desayuno y la cena cada día. La casa tiene varias habitaciones ocupadas normalmente por estudiantes, ya que por un precio barato (unos 200.000 wones al mes o 180 euros) tienes alojamiento y comida. Mi habitación tenía una cama individual, un escritorio con su silla, un armario, una televisión y conexión a internet por cable a donde rápidamente enchufé mi portátil. El baño estaba fuera de la habitación, pues era compartido. Tras despertarme de una larga siesta, exploré aquella casa, empezando por el baño y acabando por una veranda en donde cada día saldría a fumar y tomar el aire. El baño tenía un agujero en el medio del suelo. Pronto descubrí que esto era la norma en los baños coreanos; en vez de tener una ducha a parte o bañera, por lo general tienen directamente el tragadero en el suelo, cosa que al cabo de un tiempo descubrí que es bastante cómodo, pues no tienes que preocuparte de no manchar de agua el suelo, ya que todo el agua acaba al final en ese desagüe. Después de hacer mis necesidades disfruté de la cena coreana aderezada con kimchi (una suerte de col picante) que preparó la ajumma y medio conversé con ella con el poco coreano que sabía entonces. Ya comido y descansado, decidí salir por fin y ver la calle y el barrio en donde me encontraba.
Estaba en Shinchon, una zona universitaria con pujantes negocios, restaurantes, bares y moteles (u “hoteles del amor“). Precisamente eran moteles lo que más había alrededor de mi hasukjib. Aquellas calles no tenían aceras (como muchas otras de Seúl), y los coches que ocasionalmente pasaban me pegaban sustos de muerte, aunque pronto me acabé acostumbrando a ellos. Fui a un pyonhichom (tiendas abiertas 24 horas en las que venden un poco de todo) y decidí comprarme un paquete de tabaco, para sentarme a pensar que de verdad estaba en Corea mientras me fumaba un cigarrillo, cuyo humo era sorprendente suave —parecía aire—, pero este suave humo es algo a lo que, como todo lo demás, me acabé acostumbrando también. Mientras inhalaba y exhalaba pensaba en el interesante día que me esperaba, pues había quedado en unas pocas horas con una amiga que había conocido previamente por internet.
Parte II